Carlos del Pozo

La vida en una página

Lecturas apropiadas

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Cada año, cuando comienza el curso escolar, sé que voy a enfadarme al echar un vistazo a la lista de libros de lectura que mis hijos han de acometer en los próximos meses. Siempre ha resultado discutible, empezando por cuando nosotros íbamos al colegio o al instituto, el contenido de las lecturas que los programas de educación y los mismos profesores han ideado para sus alumnos, ya que leer a este o aquel autor supone la exclusión de otros autores y otras lecturas. Libros los hay a miles y es evidente que no se puede leer todo. Pero creo que sí se puede hacer un esfuerzo para que lo que llegue a nuestros hijos tenga un poco de dignidad y, en cierto modo, pueda aprovecharles.
Mi buen amigo José Manuel Cabrales, que aparte de crítico literario es Catedrático de Literatura y director de un Instituto en Santander, cree que en el momento actual hay dos opciones para seleccionar las lecturas de nuestros hijos. Por un lado están los clásicos, y entre ellos no sólo Cervantes, Calderón o San Juan de la Cruz, sino también Galdós, Baroja y hasta Eduardo Mendoza. Por otro, las obras de escritores que se dedican en la actualidad a vivir profesionalmente de la narrativa juvenil, que obtienen esos premios de editoriales tan bien dotados económicamente y que escriben unas novelas políticamente muy correctas en las que los inmigrantes se integran estupendamente en la sociedad, los tullidos consiguen sus metas, los débiles acaban siendo fuertes y el amor entre púberes no encuentra nunca complicaciones para desarrollarse al resultar de una perennidad apabullante. Yo no creo que se haya de escoger necesariamente una de las vías desechando totalmente la otra, pero tal vez mi amigo tenga más razón que un santo si atendemos a las decisiones que al respecto se toman en algunos colegios.
Por ejemplo, en el colegio de mis hijos, que es un colegio laico y concertado, desde hace años se les incluye en los fardos de libros a cada comienzo de curso una docena larga de libros de lectura. Todos son, casualmente de la misma editorial. También, casualmente, esa editorial es la misma que procura a la escuela los libros de texto. Son libros de autores desconocidos, a menudo descatalogados y que no se encuentran en el apartado de literatura juvenil de las mejores librerías. Leyendo en sus solapas sus argumentos uno sufre verdaderos espasmos porque una cosa es pensar que los jóvenes de hoy día leen muy poco -los primeros mis hijos, que no leen nada- y otra que son retrasados mentales. La elección, además, denota una holgazanería digna de mejor causa por parte de los profesores, que en vez de diseñar un programa de lecturas fundamentado capitulan y abdican de esa responsabilidad en favor de restos editoriales que los grupos de edición no tienen dónde colocar.
Yo recuerdo que en el colegio, y más tarde en el instituto, leíamos
La Celestina, El libro de Buen Amor o El Quijote. Nos resultaban pesadas esas lecturas, y probablemente no entendíamos del todo su contenido. Pero después nos mandaban leer a Cela, Delibes, Unamuno, García Márquez, Vargas Llosa o Martín-Santos, y como ya éramos más maduros y esos libros resultaban más cercanos, se comenzaban a forjar los lectores que hoy somos.

Si a nuestros hijos les mandaran leer a Julio Verne, Mark Twain, Delibes, Galdós o Pérez-Reverte, seguramente no rechazarían la lectura con el encono y la ojeriza con que hoy lo hacen. Claro que para que leyeran esos libros se supone que previamente los tendrían que haber leído sus maestros y profesores, cosa que uno no tiene demasiado clara.