Carlos del Pozo

La vida en una página

Días de viejo color

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Pocos como Orhan Pamuk, el premio Nobel turco de literatura, han sabido definir la infancia a través de los colores. Cuenta Pamuk en su monumental Estambul, ciudad y recuerdos, que para él su infancia es algo así como una sucesión de escenas en blanco y negro, el mismo blanco y negro de las películas de gángsters que se proyectaban en los viejos cines del barrio de Gálata a finales de los cincuenta y primeros de los sesenta del pasado siglo.
A mí me ocurre algo parecido, solo que mi infancia la recuerdo en color. En ese viejo color algo ostentoso, pasado de matices, que mi hermano y yo veíamos en las películas del cine Chueca de la Plaza de Chamberí los miércoles por la tarde -los curas agustinos de nuestro colegio nos daban fiesta esa tarde a cambio de ir a clase los sábados- o los fines de semana en el Cine El Pilar de nuestro barrio, siempre acompañados por nuestra madre. Eran aquellas unas películas del oeste, históricas o
españoladas -como entonces se decía- protagonizadas estas últimas por Landa, López Vázquez, Gracita Morales o Gómez Bur. Algunos de ellos, con el tiempo, se convirtieron en grandes actores.
Y a través del color de esas películas yo recuerdo la geografía urbana -feliz y ordenada- que jalonaba mi infancia, por lo general ligada al barrio donde vivían mis abuelos, Chamberí, en donde mi hermano y yo nos sentíamos más libres y dichosos que en el del Pilar, nuestro legítimo barrio.
Puedo recordar ahora los paseos por la Plaza de Barceló y Mejía Lequerica -la calle donde nació mi madre- con mi abuelo, y nuestras visitas a una obra faraónica que nunca se acababa por aquella zona para ver a las ratas -mi hermano y yo decíamos
las ratitas- que campaban con absoluta libertad por entre los escombros y desechos de esa obra. También nos gustaba acudir al semáforo que había entre Sagasta y Mejía Lequerica, que fotografiaba con grandes dosis de luminosidad a los coches que se lo saltaban en rojo.
Con mi abuela y con mi madre acudíamos algunas tardes a hacer la compra por la Corredera Baja de San Pablo y la calle Fuencarral. En esta última íbamos a sellar los cupones del Hogar Moderno, que ofrecían descuentos en compras de algunos establecimientos de la zona. En la Corredera comprábamos la carne y las chacinas en charcuterías de las que recuerdo unas enormes balas de sobrasada, mortadela y chicharrones, que con el tiempo se llamarían cabezas de jabalí. También un maravilloso salchichón al que mi abilla siempre denominó -sabiduría manchega- chorizo blanco. Y cuando pasábamos por la Iglesia de los Santos Justo y Pastor, entre las calles de la Palma y Dos de Mayo, que oficialmente se llama Iglesia de Nuestra Señora de las Maravillas -y que da nombre a ese barrio que Rosa Chacel glosó en su novela-, siempre le preguntábamos a nuestra madre si era allí donde se había casado con papá. Ella sonreía y decía que sí, que allí empezó todo nuestro periplo.

Los colores son fundamentales en el recuento de nuestras vidas. Les dan tonalidad y matices a los días que nos preceden, y no solo eso: como en las viejas películas de los cines de barrio se incrustan en nuestra memoria para ya no abandonarnos más.