Carlos del Pozo

La vida en una página

Bon voyage

von voyage





La pasada semana se conmemoraba el cuarenta aniversario del intento de golpe de estado del 23 de febrero. Yo por entonces aún era menor de edad, aunque en unos pocos meses pasaría a engrosar el ejército de los adultos, aquellos que ostentan el derecho al voto y a ser elegidos. Si han pasado cuatro décadas desde entonces, uno lo que constata es que, a día de hoy, es bastante mayor.
Recuerdo esa tarde, esa noche y esa madrugada perfectamente, como ya he contado, de modo fragmentario, en un par de libros. El día señalado era lunes y yo, entonces un estudiante de tercero de BUP, estaba intentando sacar adelante los deberes del Instituto cuando en un descanso pasé a la sala donde teníamos una vieja televisión en blanco y negro y vi a aquél tipo con bigotes de domador de circo, tricornio y pistola en mano irrumpir en el Congreso de los Diputados. Luego el tiempo transcurrió muy despacio, cenamos en silencio y todos los de casa se fueron a la cama, pero yo me quedé escuchando la cadena SER en la vieja Telefunken.
Fue una noche extraña y mortecina. Me dejaron escuchar la radio a condición de que no tuviera el sonido muy alto. Escuché a José María García retransmitir el evento como si éste fuese un partido de fútbol, señoras y señores, saludos cordiales, avanza hacia el Palacio de las Cortes el Teniente Coronel tal, se encuentra en la puerta con el Comandante cual, se saludan con cierta frialdad. Cuando el Rey -hoy emérito, o demérito, según se mire- acabó su discurso en televisión, me fui algo más tranquilo a la cama. Eso no fue obstáculo para que al día siguiente, que acudimos a clase como cualquier otro día -aunque aquél no fuese un día cualquiera-, no se reprodujeran los miedos y las dudas de la noche anterior, hasta que a mediodía Nati, la bedel del Instituto, una señora de mediana edad cuyo par de pechos colmeneros no eran precisamente de mediano tamaño, fue clase por clase anunciando que los golpistas habían salido del Congreso en señal de rendición.
Lo que más recuerdo de esa noche fue acariciar con pavor y desvelo un ejemplar del LP que la Orquesta Mondragón acababa de editar. Se titulaba
Bon voyage y lo había comprado días antes en el Discoplay de Gran Vía, en aquél lugar que los jóvenes conocíamos como los sótanos. Lo escuchaba cada día, y cada día me gustaban más sus canciones. En el peor momento de aquella noche, cuando creí que aquél golpe de estado triunfaría y volveríamos a padecer una dictadura, pensé que lo primero que debía de hacer era deshacerme de ese disco, y de otros discos y libros cuyos autores serían perseguidos por el nuevo régimen. Las letras de Javier Gurruchaga, el líder de esa orquesta, junto con el poeta Luis Alberto de Cuenca y el maldito y malogrado Eduardo Haro Ibars, serían inconcebibles en una dictadura. Eran unas letras bestias, irreverentes, gamberras a más no poder y producto de una democracia que no estaba ni mucho menos consolidada.
Por eso al día siguiente, cuando vimos que el golpe fracasaba, supimos a ciencia cierta lo mucho que habríamos podido perder de haber triunfado.

Y es curioso, porque creo que nunca más volví a escuchar Bon voyage.