Carlos del Pozo

La vida en una página

Tránsitos

transitos

Hace unos días leía una entrevista que le hacían en La Vanguardia al cantante Víctor Manuel. Me llamó la atención una de sus respuestas al entrevistador: De niño vi pasar un entierro, y pensé: ‘Yo también he de morir’”. No sé si de niño se tienen esas percepciones, pues yo al menos a esa edad creo que no las tuve, pero lo que sí parece es que cada persona tiene un concepto de la muerte diferente según las distintas edades que atraviesan su biografía. Cuanto más joven se es, menos inquieta eso que desde que nacemos sabemos que irremediablemente tendrá lugar, en tanto que conforme se van cumpliendo años preocupa más la proximidad de esos tránsitos o conclusiones debido a que cada vez resultan más próximos.
Es diferente la muerte cuando la protagonizan seres cercanos -familiares, amigos, compañeros de trabajo- que cuando nos viene revelada por los medios de comunicación respecto de personas populares o famosas. Las pérdidas de nuestros seres queridos atesoran la desgracia de no poder llenar el vacío que nos dejan, la imposibilidad de colmar ese volumen de la ausencia de que hablaba Mercedes Salisachs. Los decesos de personajes públicos nos asombran por haber ocupado esas gentes, en algunos casos, muchos años de nuestras vidas, y lamentamos que ahora se pierdan para siempre, pero nuestra vida continuará sin problemas y seguramente nos acordemos de ellos de tanto en tanto. Eso, en el mejor de los casos.
No tiene parangón la pérdida de un padre o de una madre, o de los dos. Yo tengo la experiencia de haber perdido a mi padre, y pese a ser consciente de que por edad lo más normal es que él desapareciese antes que yo, y pese también a que todo el mundo te decía que nada hay peor que perder al padre o a la madre, pese a eso, digo, nunca te figuras lo que tu vida cambiará tras ese adiós. Dicen que es peor perder a un hijo, y ello es entendible porque va en contra de la ley natural, y ya sólo de pensar en esa eventualidad me arrugo y me digo que no lo podría superar. Aunque parece que hay algo peor que eso, como en aquél personaje de
Mar adentro, la película de Amenábar basada en la biografía de Ramón Sampedro, que en un momento de la proyección asegura: Hay una cosa peor que se te muera un hijo, y es que ese hijo quiera morirse y no pueda hacerlo.
En este último mes en que el Congreso de los Diputados ha tramitado una proposición de ley de la eutanasia, también hemos celebrado el centenario de la muerte de Galdós, una de nuestras glorias literarias, y el del nacimiento de Fellini, incomparable genio del séptimo arte. Asimismo murieron Fernando Morán, el hombre que nos metió en esta Europa hoy agrietada, y José Luis Cuerda, último representante del humor del absurdo, un tipo tan necesario como contingente. También pasaron a mejor vida el actor Kirk Douglas y el escritor Juan Eduardo Zúñiga, que con ciento tres y ciento un años respectivamente, algún día nos pudieron parecer inmortales. De todos ellos, y de los que nos dejarán los próximos cursos aparecerán glosas en los diarios y reportajes en la radio y la televisión durante uno o dos días, para después ser convenientemente alojados en los cajones del olvido.
De los otros, de los seres queridos, de los cercanos, será más difícil desprendernos con tanta facilidad. Casi imposible hacerlo cada día.