Carlos del Pozo

La vida en una página

El final del verano

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Todos tenemos una imagen y una música para describir el verano que se va. Es el último episodio de Verano Azul, con Pancho corriendo tras el Dos Caballos de Julia, con un cuadro de la pintora entre las manos, mientras suena la canción del Dúo Dinámico. Canción, por cierto, que no se titulaba como esta crónica, ni como el último episodio de aquella serie, sino Amor de verano.
Los veranos se contemplan de un modo muy diferente dependiendo de las edades que a uno le comprendan. En la adolescencia y la juventud es un asedio de alegrías y perspectivas que nos ocupa días y noches, una droga de la que dependemos en pensamiento y obra; es vida, en suma, o al menos esa vida que creemos conquistar y de la que no podemos desprendernos. En cambio en la madurez constatamos que no hay apenas botines que vislumbrar ni sueños que cumplir, tal vez porque todos los proyectos se cumplieron o fracasaron con estrépito. Y también llegamos a la conclusión de algo de lo que no éramos conscientes de jóvenes: que en verano hace un calor insoportable.
Es por eso mismo que el final de cada verano tiene un significado distinto según se luzca una arrebatadora cabellera o las sienes encanezcan. Hay tristeza en el primer caso, hartazgo por la vuelta a las clases y nostalgia de unas chicas y unas canciones que ya no regresarán jamás. En el otro lado de la vida, en la madurez o en el ocaso de nuestros días, hay un cierto alivio celebrando la vuelta a la rutina, festejando la caída de las hojas secas de los árboles o la presencia casi testimonial del sol en nuestras vidas.
Yo he celebrado este final del verano con una semana de vacaciones, la última de septiembre, a costa de los empalagosos días de agosto en que me vi obligado a trabajar por ocurrencia de nuestro querido Ministro de Justicia. Y en uno de esos días, junto a la inestimable compañía de mi hijo, me lancé al campo -pues no en vano así se apellida ese ministro, Campo- y nos dimos al goce de una de nuestras más señaladas aficiones otoñales, la de ir a buscar setas en el bosque que circunda la urbanización en la que vivimos.
El bosque estaba precioso, disfrazado de una vegetación exuberante y presentando árboles y arbustos que desparramaban agua merced a las lluvias recientes. Como era un día de diario no había domingueros de esos que degradan praderas y campos dejando olvidadas latas de Coca-Cola o envases de comida enlatada, y el silencio que surcaba el aire, con su profundo azul en lo alto, le hacía a uno reencontrarse con el sosiego y el equilibrio que tanto nos faltan últimamente. Sólo el trino perdido de algún pájaro lo quebraba, y qué delicia que todas las rupturas fueran así.
Víctor y yo llenamos nuestra cesta con unos buenos puñados de rebozuelos, deliciosa seta a la que aquí en Cataluña se conoce como rossinyol, que es el mismo nombre que se da a ese pájaro, el ruiseñor, al que loó Calderón en un conocido verso:

Ruiseñor que volando vas,/ cantando finezas, cantando favores /
¡oh, cuanta pena y envidia me das!

Ya está dicho todo.