Carlos del Pozo

La vida en una página

Tapas genuinas

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Es duro, llegado el fin de semana, ser padre de un joven aspirante a futbolista amateur, como me ocurre a mí con mi hijo Víctor. Transportar al chaval para que juegue cada fin de semana por esos campos de Dios a horas muchas veces intempestivas, cuando uno estaría mucho mejor en casa entregado a la lectura de los periódicos del fin de semana o a una reparadora siesta tras la dura semana laboral, es asunto peliagudo. Madrugar un sábado o un domingo para que el crío juegue su partido, cuando madrugar -y mucho- es lo que uno ya practica durante la semana, puede llegar a ser un crimen de lesa patria. Y qué no decir de esos partidos a las dos o las tres de la tarde, que te parten el día de asueto en dos sin posibilidad de recuperarte ya en lo que queda de jornada. Sin embargo, hay días en que esa pesada carga se vuelve gozo.
Ocurrió hace un par de semanas. Víctor tenía que jugar ese sábado a las tres de la tarde en Mataró. Con partidos a esa hora uno no puede pensar en comer, sino tan sólo en tomar un aperitivo o merendar, pues se ha de estar en el estadio media hora antes del comienzo del encuentro. Bien, ese día fuimos toda la familia para así aprovechar la tarde y hacer unas compras. La diatriba estaba en cómo y dónde engañar el estómago. Puesto que el estadio estaba en el barrio de Cirera se me ocurrió que podíamos tomar algo en alguno de los muchos bares de tapas y raciones de ese barrio, el mejor sin duda para esos menesteres de cuantos barrios cuenta Mataró.
Yo había consumido buena parte de mi juventud dando con mis huesos en esos garitos. De eso casi hace ya veinticinco años. Iba con mis amigos y compañeros de trabajo, veíamos los partidos del Canal Plus y nos reíamos un rato al tiempo que nos condecorábamos con unas cervezas y unas tapitas de chocos, morro frito, sangre o langostinos. Nos gustaban todos esos bares, pero uno sobre todo que había al principio de la calle Inmaculada y en cuyas paredes lucían un par de pósters, uno del Madrid ye-yé que ganó la Copa de Europa de 1966 y otro del Real Betis. Era un bar que olía a fritanga, con los suelos atestados de peladuras de gambas y huesos de aceituna, y la cerveza de barril corriendo que era un primor.
Buscamos ese día de hace dos semanas aquel bar, pero ya no existía. No sabíamos si se lo llevó la crisis o el transcurso del tiempo. Suerte que unos metros más abajo todavía sobrevivía el bar que constituía la sede social del Cirera F.C., el equipo del barrio. Parecía que el tiempo no había pasado por él: el futbolín de siempre, las fotos de las diferentes categorías del club sobre las paredes, el olor inconfundible del pescado rebozado y una gran barra de cinc presidiendo el conjunto. Lo atendía una muchacha de veintidós años nieta precisamente del dueño del otro bar, que había cerrado hacía algunos años por jubilación de su dueño. Aquél hombre debería saber que con su jubilación había dejado huérfanos de sueños a muchos que quemamos en su barra nuestros mejores años.
Pedimos unos bocadillos y el tiempo parecía haberse detenido también: cada bocadillo estaba hecho a base de media barra de pan de medio kilo. A mi mujer se le ocurrió pedir una tapa de morro frito y de súbito, con las comisuras de los labios conquistadas por la espumilla de la cerveza y el glorioso ataque de ese morro frito atravesando el gaznate, volvimos al pasado impulsados por el gozo, la alegría y, por qué no reconocerlo también, cierta nostalgia.

Hoy día en cualquier sitio te intentan engañar con un menú a base de supuestas tapas. Pero las genuinas, las de verdad, eran aquellas que lograban un perfecto maridaje con la cerveza y que los camareros abandonaban sobre la barra sin alharacas ni solemnidades. Y además gratis.