Carlos del Pozo

La vida en una página

El ruido y la furia

Puesto de mercadillo

Leía hace unos días en la prensa catalana una noticia bastante curiosa: el Ayuntamiento de Olot, un pueblo de la Girona profunda, había aprobado un nuevo reglamento para el mercado semanal al aire libre de esa ciudad, que se celebra cada lunes. Lo que más llamaba la atención de la norma jurídica era un novedoso y hasta sorprendente régimen sancionador que amenazaba con multas de 100 a 300 euros para aquellos vendedores que gritaran desde sus puestos las virtudes de sus productos a fin de atraer la atención de los compradores. Según los auspiciadores de ese nuevo marco legal, la medida se toma para tener un mercado de más calidad y mejor organizado que logre ganar cada vez más la confianza de los compradores. La disposición ha sido aprobada con el voto afirmativo de todos los grupos políticos salvo el de la sucursal de Podemos en la población, que se ha abstenido reconociendo que no le había dado tiempo a leer el proyecto. Bien.
Soy un habitual y entusiasta visitante de los mercados al aire libre, que en Cataluña, donde vivo, tienen una enorme relevancia social y económica. Y es cierto que hay fruteros y verduleras que parecen más cotorras o cacatúas que vendedores, y que diez minutos junto a ellos pueden asegurar un principio de depresión más que seguro. Pero prohibirles que vociferen la bondad de sus mercancías es un acto de soberana estupidez que con la admonición sancionadora en forma de multa raya en lo grotesco. Algunos vecinos han sido entrevistados y dicen estar encantados con la medida porque así comprarán más tranquilos en lo sucesivo. Los vendedores se plantean ahora publicitar su producto mediante el lenguaje de signos. Y lo que está claro es que de un tiempo a esta parte vivimos instalados en el delirio.
Desde hace meses también en Cataluña menudean las denuncias de vecinos ante los ayuntamientos a cuenta del ruido causado por los tañidos de las campanas de las iglesias. Hablamos de campanas que llevaban doblando cientos de años, con lo que colegiremos que el hombre actual es mucho más sensible que lo fueron sus antepasados. En algunos casos esas denuncias han dado su fruto y las campanas han dejado de repicar de madrugada. Yo no creo que sea ilógico el afán de evitar ciertos ruidos a ciertas horas, pero lo que no entiendo es que esa supuesta lógica se haya impuesto después de varios siglos.
Y lo que no es normal de ningún modo es esa tendencia que se tiene últimamente desde los poderes públicos a prohibir y sancionar por todo. Creo que hay mucho más ruido interior en la sociedad actual que el que se quiere reprimir con vetos y castigos. Y es que la crispación, que es un elemento por desgracia muy presente en los tiempos que corren, ha logrado que gestos añejos como el tañido de una campana o un payés loando su género sean calificados como ruido mientras nuestros gobernantes se llevan el dinero por la puerta de atrás en sigilo y sin hacer el menor ruido.