Carlos del Pozo

La vida en una página

Aquellos días de Kimbo y Chanquete

06.-charo

Ahora hace cuarenta años que uno se examinó de Selectividad. En la actualidad se llama de otra manera, pero yo recuerdo que por entonces hacía un año del intento de golpe de estado de Tejero, también del estreno de Verano Azul ,que los socialistas tardarían poco en asaltar el poder y que se estaba jugando en España por primera vez un Mundial de fútbol. También que no pudimos ver todos los partidos por culpa de la Selectividad.
Recuerdo que el primer día que me examiné hacía mucho calor -el propio del mes de julio-, aunque en el Vicerrectorado de la Universidad Autónoma había un aire acondicionado magnífico en una época en que esos artilugios no menudeaban. Me sentaron a una mesa redonda enorme junto a otros cuatro alumnos, tres chicas y un chico, todos guardando la debida distancia. Al chico, a quien conocía de vista porque salía con la tía buena de mi clase, todo el mundo le llamaba Kimbo. Nunca supe su nombre de pila. Al sentarse le dijo a las otras tres:
Chicas, nos ha tocado la lotería, porque éste -y me señaló- es el empollón de la clase.
Yo en absoluto era ningún empollón. Pero en tercero de BUP y COU me había sacudido la pesadilla de las Matemáticas y obtenido buenas calificaciones, aunque sin destacar demasiado; siempre fui un alumno normalito. No obstante, Kimbo se fue acercando peligrosamente a mí y yo di en saber que aquello había que cortarlo de alguna manera. Le dije:
te acercas un poco más y te corto los huevos. Tenía mérito aquello, porque uno ya era igual de bajito de lo que es ahora, y Kimbo era un deportista de cuerpo rotundo y estatura elevada que podía haberme fundido de un guantazo. Pero al cabo de un cuarto de hora, Kimbo abandonó su bolígrafo y sus papeles y enfiló la puerta de salida del aula.
Al acabar la selectividad, a la que también se presentaba mi hermano Javier, y como buenos madrileños, nos fuimos de vacaciones a Gandía. Reconozco que no me podía quitar de la cabeza ese examen, esa nota y la eventualidad o no de hacer la carrera que yo quería. Entonces no había móviles ni nada parecido, así que cada tres días llamaba a mi amigo Paco Laurel desde una cabina de teléfonos que había frente al Edificio Almirante de Gandía Playa. A Paco le había encomendado la recogida de mi nota y durante varias ocasiones hube de oírle algo apurado decir que aún no habían salido las notas. ¿Me ocultaba un duro suspenso? ¿O tal vez una nota con la que no podría cursar Derecho? ¿Sería capaz de aguantar el secreto hasta mi regreso a Madrid? Aquellas vacaciones comenzaban a ser un martirio en vez de unos días de disfrute y gozo.
Recuerdo que una tarde decidí bajar a la cabina más pronto de lo habitual. No tenía muchas esperanzas de obtener buenas noticias, pero Paco, nada más descolgar el teléfono y oír mi voz, gritó algo así como ¡aprobado!, ¡aprobado y de sobra! Se me saltaron las lágrimas, y disculpándome le dije a mi amigo que iba a colgar porque tenía que comunicar la noticia a mis padres. Al salir de la cabina, a unos metros pude contemplar un fabuloso guirigay cuya génesis en principio no comprendí: una docena de chavales rodeaban al actor Antonio Ferrandis suplicándole una foto con ellos. Uno de los chavales percibió mi perplejidad, y con los ojos enrojecidos me dijo:
Es Chanquete, ¿no te das cuenta? Es Chanquete, el de la tele.

Creo que a partir de ese preciso momento ingresé de pleno en el mundo de los adultos.