Carlos del Pozo

La vida en una página

A propósito de Woody

woody

Este verano que poco a poco se consume leí las memorias de Woody Allen. Me da un poco de vergüenza reconocer que compré el libro en el Alcampo. Era la época en que las librerías estaban cerradas. Recuerdo que la cajera se extrañó un tanto cuando vio el libro, porque aunque en ese hipermercado tienen un buen surtido de libros, casi todos best-sellers, dicho sea de paso, yo creo que nadie los compra.
A mí el género memorístico siempre me ha gustado, eso sí, condicionado por el personaje que cuenta su vida o del que la cuentan otros. Me gustan las memorias y biografías de escritores, lógicamente, aunque también las de políticos y gentes ligadas al mundo del fútbol. Pero mi debilidad son las memorias de personajes del mundo del cine y del teatro. Y Woody Allen es uno de mis directores favoritos, tanto dirigiendo comedias -para las que encuentro que está mejor dotado- como dramas, en donde se percibe muy clara la influencia del cine europeo, sobre todo de Ingmar Bergman. Si hay que ponerle algún pero a su filmografía es que, de igual manera que algún director español como Carlos Saura, presenta una película cada año, y así es difícil que en ese inmenso cesto de cerezas, todas estén igual de dulces y apetitosas.
El libro es, dígase ya, delicioso. Y tiene un buen comienzo porque Allen critica de entrada esos libros de memorias en que el narrador ocupa cien páginas hablando de sus tatarabuelos, bisabuelos, abuelos y padres. Él lo resuelve en diez folios, cosa que se agradece. Y creo que lo mejor del volumen está en dos aspectos: sus comienzos como dibujante de chistes y monologuista, por un lado, y el recuento cronológico de sus rodajes y las circunstancias en que éstos se fraguaron, por el otro.
Sus primeros pasos se desarrollan dibujando viñetas para diferentes medios escritos neoyorquinos y llevando a cabo actuaciones en bares y pubs de Manhattan a través de monólogos que uno daría hoy lo que fuera por escuchar. Entonces son muchos los que le catalogan como gracioso, que es algo que solo tienen unos pocos, y lo que le catapulta a su labor de escritor, primero como autor de piezas teatrales y después como guionista de películas. Tras esta última etapa comienza a dirigir filmes, y en la mayor parte de estos actúa como protagonista.
El repaso de los rodajes es el otro aspecto valioso del libro. Hay una pormenorizada explicación de cómo se gestaron esos guiones y cómo se rodaron. Hace un balance muy minucioso de los actores con los que trabajó, y de todos ellos habla maravillas. Ahí hay un detalle nada baladí: su valoración del trabajo de actores y actrices es elevadísimo, cosa que no encontramos en la mayoría de memorias de directores de cine, sobre todo españoles, que suelen ajustar cuentas con actores o actrices que en su día les hicieron pasar malos momentos tras la cámara.
También hay en el libro un arqueo de sus relaciones sentimentales con las mujeres, y es que fueron muchas y muy diversas las que compartieron su vida. De todas habla maravillas, y en bastantes casos hay un poso de nostalgia en la evocación de esas hembras, todas ellas muy hermosas. Y repito que habla bien de todas, incluso de Mia Farrow.
Si por algo la aparición de este libro causó expectación en todo el mundo es por los capítulos dedicados a sus disputas judiciales con la actriz Mia Farrow, con la que estuvo muchos años, con la que tuvo dos hijos y con la que rompió al saberse que mantenía un romance con una hijastra de la actriz, una coreana adoptada por ella de veintidós años -cuarenta años más joven que él, y su esposa desde hace veintidós-, llamada Soon Yi. El hombre explica todo el enredo -que incluye denuncias de abusos sexuales a Dylan, una de las hijas de Farrow- del mejor modo y yo creo que de la manera más verosímil posible. El lector se queda con la copla de que la Farrow era una arpía de cuidado, ya que todas sus acusaciones fueron desvirtuadas por los detectives que llevaron el caso y los tribunales que lo juzgaron. Pese a todo, a mí es la parte del libro que menos me interesa, y eso que ocupa una extensión nada desdeñable, pero cuando uno sale de la misma respira hondo y disfruta con las páginas que la suceden.

Y hay una sensación muy intensa cuando uno acaba el libro: unas ganas tremendas de volver a ver Manhattan, Annie Hall, Interiores o La rosa púrpura de El Cairo. Por lo menos esas, aunque seguramente muchas más.