Carlos del Pozo

La vida en una página

El centro del universo

Pasted Graphic 6

Desde hace unos días, dos docenas de veinteañeros vestidos de rojo -o de azul, qué más da-, han puesto a este país del flanco sur del mediterráneo en el mapa. Lo han hecho bajo la batuta de un director de orquesta que no suele hablar nunca mal de nadie -un mal español, en suma, o un tipo poco español, en resumen-, poniendo en práctica las habilidades que aprendieron navegando por campos de barro esos domingos por la mañana de sus infancias atravesados por la niebla, el hielo, la lluvia y hasta un sol de justicia, el mismo sol por el que somos conocidos y admirados en todo el mundo. Ahora también los seremos gracias a estos muchachos.
Al fondo de la acuarela, un país de países, una amalgama de pueblos y un crisol de lenguas que lleva cinco siglos y pico preguntándose qué es y hacia dónde va, con algunos no queriendo ser parte de ese todo y con otros -obrigado, Portugal- deseando ser parte nuestra. Nación de Naciones y Cantar de los Cantares, talento, genio e improvisación al fin, dieta mediterránea, guitarra de seis cuerdas y una alfombra eterna de olivares engatusando la vista. Todavía no he pronunciado la palabra España. Y no pienso volver a hacerlo porque, simplemente, no hace falta.
Y así, de repente, todo ha cambiado en unos días. Han pasado a la historia los goles de Matías Prats -que parecían auténticas retransmisiones de las justas medievales-, la pérfida albión, la formación del espíritu nacional y un país que nadaba en sangría y granos de arroz con colorante. También las derrotas de eurovisión, la fuga de cerebros, el vecino del quinto, la canción de los pajaritos, bailemos el bimbó -bimbó, bimbó- y dale a tu cuerpo alegría Macarena, uhooh. Decía Machado a través de don Juan de Mairena que sólo el necio confunde valor y precio, y por eso yo me quedo con el ramito de violetas de Cecilia, los abrazos rotos de Almodóvar, el falso techo de croqueta de Ferran Adrià, el mediterráneo de Serrat, los boleros en la voz cazallera del Cigala y los tapones de Gasol. También, claro, me quedo con La Roja. A muerte.
En un par de días se decidirá una de las cuestiones más peliagudas de la historia: ¿Quién resultó más genial, Van Gogh o Picasso? Al nuestro, al malagueño, se lo quisieron apropiar los franceses y hasta los americanos, pero en toda su obra refulge el genio mediterráneo, la improvisación y el talento. Del otro, del holandés, en cambio, nos ha quedado su maltrecha oreja y un centón de cuadros tristes.

No hay color, pues.