Carlos del Pozo

La vida en una página

Remembranza de mi pueblo

gran via

Estos días, cada vez con mayor frecuencia, me acuerdo de Madrid. Debe ser que me estoy haciendo viejo. Lo más cercano de mi día a día, que es Barcelona, el tren, mi trabajo, todos los territorios de ese allí que es en verdad aquí, no es que los obvie; me resultan más lejanos, en manera alguna ajenos, y hasta más transidos por la distancia. Puedo figurarme la Rambla desierta, los puestos de libros del Mercado de Sant Antoni clausurados, el Paseo de Gràcia como un buque varado en tierra y sin marineros a su alrededor, pero Madrid, ay Madrid; es mi infancia y adolescencia, buena parte también de mi juventud, un espacio que pretendo imaginar conquistado por el barbecho y cuya búsqueda interior ahora, en estos tristes momentos, se me resiste.
Yo la única vez que he visto Madrid desierto es en aquella película de Amenábar cuyo título no recuerdo, con Eduardo Noriega en una Gran Vía apocalíptica, sin gente y sin coches. Ahora veo en las noticias de los telediarios imágenes del Paseo del Prado, la Castellana o Sol como melancólicos desiertos de asfalto, hundidos en el silencio, y creo estar contemplando una película futurista, de ciencia-ficción, o de terror, o de todo ello junto. Y yo creo que en una ciudad como Madrid, que es de las más vitalistas que en el mundo existen, el silencio es, al tiempo, un dato aciago y un mal presagio.
No puedo imaginarme la Cuesta de Moyano con sus casetas cerradas ni a la estatua de don Pío Baroja sin que nadie le mire a la cara. Si uno se mete en internet no es capaz de encontrar una foto de esa estatua sin compañía; siempre hay algún practicante de running, alguna pareja de novios o algún tipo paseando el perro. Pero tampoco desde la espalda de don Pío soy capaz de concebir la imagen de la salida del Retiro que hay frente a la efigie del novelista sin una muchedumbre bajando hacia Atocha, y mucho menos la estación de RENFE con cuatro viajeros despistados y temerosos. Creo que estos días funestos estamos descubriendo que entre la realidad y la ficción no hay diferencias. Es como dar la razón a Don Quijote varios siglos después, aunque, eso sí, yo creo que en la mente de don Alonso Quijano había más raciocinio y cordura que la que estamos viendo en políticos de todo el mundo y variado pelaje durante estos días.
Dicen los expertos que después de toda esta pesadilla seremos distintos y nuestras vidas cambiarán. Es lo más probable. Y ese cambio irá más allá de los muertos que deje ese maldito virus, lo que ya es importante y terrible. Decía el otro día el novelista italiano Paolo Giordano que no tenía miedo al contagio sino a que la civilización se derrumbe. Y ese derrumbe puede traducirse en muchas cosas, entre otras en los cientos de paisanos míos que no volverán a comprar libros en Moyano, ni a pasear por el Retiro o acudir los domingos al Rastro. Eso es lo que más me apena.