Carlos del Pozo

La vida en una página

Los árboles y la vida

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Hace unos días nos desayunábamos con una noticia extraordinaria: un árbol enclavado en una pequeña aldea del Sobrarbe aragonés, en la provincia de Huesca, ha sido declarado Árbol Europeo del Año. Se trata de la milenaria Carrasca de Lecina, una enorme y hermosa encina que se alza en una pequeña población de trece habitantes dependiente del término municipal de Bárcabo, que a su vez cuenta con poco más de un centenar de almas, que se decía antaño.
La carrasca ocupa 615 metros cuadrados, alcanza una altura de 16’5 metros y tiene una copa con un diámetro de 28 metros, y en algunos inviernos ha llegado a dar 600 kilos de bellotas. La noticia del premio ha llenado de orgullo a sus escasos vecinos; primero, porque ahora la gente se acerca por docenas a un pueblo olvidado durante mucho tiempo, y después, porque ese galardón es el resultado de años de abnegada conservación del árbol centenario por parte de sus propietarios y de todos los vecinos de la población, que vieron cómo otros árboles de la misma especie y de poblaciones cercanas fueron talados por sus dueños.
Julio Llamazares proclama en
Versos y ortigas, un no muy conocido libro suyo de poesía: Tu infancia espera bajo los árboles que plantaste para recordarla un día. / Por las mañanas se abre como una flor. Y algo de eso son los árboles que jalonan nuestras vidas: pasado, presente y futuro. La diferencia de ellos con los humanos que somos radica en que, después de ese futuro, ellos nos sobrevivirán cuando a cada uno de nosotros le toque la hora de marcharse. Y comenzarán a ver florecer otras vidas que irán creciendo junto a ellos y luego se extinguirán cuando ellos sigan presentes. Es ley de vida, que suele decirse en los entierros, y aunque hay muchos árboles que mueren de viejos, lo que son capaces de contemplar muchos otros a lo largo de sus existencias es infinitamente superior a lo que pueden experimentar en vida ancianos centenarios.
Cada día transito por una carretera de curvas sinuosas que conectan la montaña con el mar y que me lleva en coche de mi casa a la estación del ferrocarril. Es una carretera peligrosa en donde se suceden a diario las imprudencias y extravagancias de muchos locos al volante. Pero también ese camino lo delimitan, a izquierda y derecha, no pocos árboles de más de cien años que han visto la guerra de Cuba y Filipinas, la de África y nuestra Guerra Civil. Hay un par de ellos que rodean un barranco al que lanzaban los muertos en este último conflicto como el que arroja bolsas de desperdicio a un estercolero. Y ahí siguen ellos, pacientes, silenciosos, sin dar un ruido, contemplando gozos y atrocidades, nacimientos y tránsitos. Éticamente es admirable su postura. Cada vez que los observo -si me lo permiten la conducción y los pesados ciclistas que invaden el entorno- creo percibir en ellos el aliento de la vida y la constatación de que ésta se estrena para nosotros en cada despuntar de una jornada. Y es entonces cuando creo que me siento vivo.
Habría que acabar aquí con la frase de un gran poeta francés, Claude Bobin:
Me gusta apoyar la mano en el tronco de un árbol, no para asegurarme de su existencia, sino de la mía.

Pues eso.