Carlos del Pozo

La vida en una página

La dicha de tener un pueblo

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Desde la Concejalía de Cultura de Montijo me piden que escriba, en calidad de ganador de la última edición del Certamen de Relatos González-Castell, un pequeño pregón que sirva de pórtico a la Revista de Ferias de Montijo. No me puedo negar, pero quisiera saber cuál es el tema sobre el que debe girar mi escrito, y me contestan que acerca de los festejos populares en general o en particular, o sobre las fiestas de mi pueblo. Pero mi pueblo, que es Madrid, cuando celebraba sus fiestas de San Isidro, por mayo, yo siempre estaba de exámenes finales, y después, en la Paloma, durante Agosto, yo estaba en la playa con mis padres, pues de todos es sabido que en Madrid no hay playa. O sea, que yo fui un niño, un adolescente y un joven sin pueblo y sin fiestas. También sin playa.
En el colegio, y más tarde en el Instituto, la mayoría de mis compañeros tenían un pueblo donde solían pasar los veranos con sus familias. Eran pueblos de Segovia, Ávila, Soria o Burgos en su mayoría, de donde procedían sus antepasados. También los había, en menor medida, de Extremadura, Murcia o Andalucía. Todos hablaban maravillas de esos pueblos: solía haber un río en el que refrescarse, una era donde retozar con las mozas, y sobre todo estaban las fiestas, o las ferias, que así se llamaban según el lugar. En esas ferias bebían sangría o cerveza, bailaban con las chicas al ritmo de las orquestas de verano y los padres les daban una paga extra para montar en las atracciones, conducir los coches de choque o pegar tiros con una escopeta de aire comprimido en las barracas. Recuerdo aquellos pueblos de nombres mágicos como un paraíso a la vez perdido y nunca conquistado: Duruelo, Almazán, Arenas de San Pedro, Villarcayo, Cuéllar, San Esteban de Gormaz. Al acabar el verano solían volver de ellos con ese moreno típico de pueblo, cetrino y sobrio, lejos del aparatoso bronceado playero, y en sus hablas se habían colado palabras, entonaciones y giros que yo nunca les había escuchado durante todo el curso. Algunos habían fumado por primera vez, otros habían debutado en el arrumaco con la muchacha de turno y la mayoría dado el preceptivo estirón de estatura, pero todos destacaban que lo mejor de todo el verano habían sido las fiestas patronales de sus pueblos.
Llegué por vez primera a Montijo a mediados del pasado marzo para recoger mi premio. Lo hice bajo una lluvia tenaz e inclemente. Tenía habitación reservada por el ayuntamiento en un hostal llamado
La Isla, en cuyo interior, y viendo la que caía afuera, me sentí como uno de esos náufragos de las viñetas de Forges. Por fortuna un alma caritativa vino a rescatarme del cataclismo y pude llegar al evento con bien.
Espero regresar en marzo del año que viene para presentar mi libro de relatos. Pero si en otra vida -caso de que exista- volviera a nacer, me gustaría hacerlo en Montijo, más que nada para tener un pueblo donde pasar los veranos de mi adolescencia. Allí descubriría el amor, la amistad y vería crecer con asombro mi cuerpo. Y también tendría unas fiestas, aquí llamadas Ferias, que recordaría durante todo el año. Unas ferias, las de este 2016, que yo deseo venturosas y llenas de dicha a montijanos y montijanas, y que espero algún día poder disfrutar con ellos.

(Texto escrito para el pregón de las ferias de Montijo de 2016)