Carlos del Pozo

La vida en una página

Fotografía de los días

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Con el reciente cambio de horario, en eso que los medios de comunicación han dado en llamar el horario de invierno, regresan, aunque sea por poco tiempo, finales de madrugadas luminosos que hace unas semanas, a esas mismas horas, no hubiésemos soñado. Uno, que suele inaugurar las calles levantándose antes de las seis de la mañana y tomando un tren hacia su destino laboral al frisar de las siete, puede certificarlo. Y de esa luz renacida, que apenas durará unos días, se aprovechan muchos pasajeros de mi tren fotografiando amaneceres color calabaza y desfiladeros de nubes que parecen huir en rebaño de quienes los retratan. Lo hacen, o al menos así lo sospecho, para a continuación enviar esas instantáneas a los amigos, a las amantes o al espacio meteorológico de turno del noticiario televisivo al uso.
Hoy es muy común encontrar por la calle a la gente fotografiando las cosas más insólitas. Yo he visto personas, por llamarlas de alguna manera, fotografiar cacas de perro en una acera, mendigos durmiendo a la intemperie o viejecitas que apenas se sostienen gracias a un par de muletas. En los últimos años, cuando la gente viajaba en verano al extranjero, esos turistas volvían con tres mil fotos en la memoria de sus cámaras digitales. De eso, como de tantas otras cosas, han tenido la culpa japoneses y chinos, que venían a Europa no a contemplar nuestro patrimonio arquitectónico, sino a fotografiarlo, que es lo mismo que han hecho luego millones de europeos cuando se han desplazado a otros continentes. De ese modo, en las interminables sesiones de fotos con los sufridos amigos que sucedían a esos viajes, sus autores podrían decir muy ufanos: yo estuve allí.
Esta mañana hablaba por teléfono con mi madre y la buena mujer me decía que estaba viendo fotos. Fotos, claro, que había hecho mi padre. Ese hombre se pasó la vida haciendo diapositivas, primero revelándolas él mismo en su laboratorio, y luego, cuando se deshizo del mismo -algo que nunca llegué a entender-, llevándolas a un estudio fotográfico y alojándolas en cajitas a las que adhería un cartel forrado de celofán en donde se inscribía, con su aseada letra, el lugar y la fecha donde habían sido tomadas. La mayoría de esas fotos eran maravillosas, y algunas no quedaban bien, pero no había lugar a la réplica: si salieron mal, se desechaban. Ahora eso resulta imposible porque de un mismo paisaje o monumento se hacen docenas de fotos, y alguna ha de salir bien.
Y lo peor es que se ha perdido el gusto por la observación. Nos negamos a contemplar lo que pasa por nuestros ojos sin fotografiarlo. Y los días por eso mismo son tan evanescentes: en vez de admirarnos de su belleza nos lanzamos raudos a hacer el clic. Y ya nadie guarda en cajitas ordenadas y pulcras esas fotos como hacía mi padre; ahora se custodian en archivos informáticos que cualquier virus, el día menos pensado, borrará para siempre.