Carlos del Pozo

La vida en una página

Suelos de pizarra bajo el sol

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Siempre he creído que la primera vez en mi vida que oí hablar de cualquier cosa, a quien se lo oí fue a mi padre. De los vinos del Priorato también. Cuando mi progenitor evocaba aquellos años de su lejana juventud en que él y sus amigos, camino de la Costa Brava, se detenían en la estación de tren de Marçá-Falset para comprar unos litros de Priorato a granel, uno no estaba en edad de beber alcohol ni de apreciar cómo el vino es la mejor receta para unir a la gente que se estima o simplemente para celebrar que estamos vivos. Cuando probé la primera copa de Priorato -debió ser un Legítimo de Müller-, sentí que el mito iba convirtiéndose en realidad. Y en lo que con los años se han convertido esos vinos poco conocidos hace décadas es en una de las dos Denominaciones de Origen Calificadas de España -la máxima categoría; la otra, claro, es Rioja- y en una enología de culto que está presente en las listas de vinos más prestigiosas -la del Wine Spectator del gurú John Parker a la cabeza-, en las cartas de los mejores restaurantes del mundo y que exporta millón y medio de botellas cada año, de las cuales un cuarto de millón tiene como destino los Estados Unidos.
El Priorato tiene unas características orográficas y organolépticas que hacen de sus vinos un producto personal, característico e inigualable. Son muy pocos pueblos, una docena a lo sumo, los que forman un terruño encerrado en un abrupto círculo de montañas en cuyo interior crecen las viñas sobre terrazas de pronunciadas pendientes. El suelo que las aloja, de pizarra, llamado allí licorella, otorga a los vinos un sabor balsámico y mineral que sólo puede obtenerse gracias al sol que sobre ellas se proyecta de día y que conserva durante las noches. Uvas como la Garnacha o la Cariñena le confieren un sabor mediterráneo muy potente. En los últimos años -y de ahí su éxito en el extranjero- se han incorporado en pequeñas proporciones cepas foráneas como la Merlot, la Shirah o la Cabernet. Con estas últimas se crea un producto más competitivo pero -y esto es una opinión personal- menos auténtico también.
Cuando nació nuestra hija Marina, allá por 1996, mi mujer y yo hicimos un viaje de unos días al Priorato. Ya comenzaban a llamarla la California catalana, pero se necesitarían unos años más para lograr el espaldarazo definitivo. Estaban allí desembarcando las grandes marcas y los grandes bodegueros, y hasta artistas como Lluís Llach. Nosotros nos fijamos en una pequeña bodeguita de Gratallops llamada Celler Cecilio. El Celler en catalán es la bodega. Allí trabajaba un tipo de unos cincuenta y pico años que acababa de comenzar a embotellar su vino después de dedicarse al granel toda la vida. Se llamaba August Vicent y era un individuo muy curioso: burlón, irónico y reservado, como suele serlo el payés catalán al uso. Contemplaba con no poco escepticismo esa nueva etapa de su biografía. Parecía querer decir: toda mi vida viviendo del granel y ahora no hay más remedio que embotellar, renovarse o morir, en fin, parecía querer transmitir con cierta resignación. Nos confesó que sólo había salido un par de veces de aquél pueblo y que ni siquiera conocía Barcelona. Nos vendió cuatro botellas sin etiquetar de su crianza de 1994 por mil pesetas cada botella, seis euros de hoy. Cómo me arrepentí de no haber comprado más botellas porque ese vino producía un deleite al atravesar la garganta que llegaba, antes que al estómago, al alma.

El otro día se contaba en un reportaje de El País la pujanza del Priorato y aparecía como una de las principales bodegas el Celler Cecilio. Sorprendentemente se decía que su dueño había estado de vacaciones en India y viajado a China a vender parte de su cosecha en dos importantes ferias vinícolas. Hace poco, en mi bodega favorita, Mon La Cata de Arenys de Munt, vi unas botellas del último crianza de Celler Cecilio y compré una. Probablemente tenía mucho de aquél vino de quince años atrás, pero también uno echó a faltar el encanto y la autenticidad de antaño. No es que uno quiera hurtar al señor Vicent el derecho a viajar por ahí y conocer mundo, aunque sus vinos puede que lo hayan notado. Siguen siendo excelentes, pero han perdido algo de ese mito del pasado que desprendían los graneles que mi padre, cuando fue joven, conquistaba como un preciado tesoro en la estación de Marça-Falset, en la lejana España de los cincuenta del pasado siglo.