Carlos del Pozo

La vida en una página

Los libros del pasado

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Hoy leía en el suplemento cultural de un diario una alusión a Rafael Sánchez Ferlosio. Se hablaba de él como el autor de El Jarama y Alfanhuí. Me extrañó sobremanera el modo de definirlo. Ferlosio ha hecho de su vida una obra inmensa, alabada por la mayoría, compuesta sobre todo de textos que navegan entre el ensayo y la obra difícilmente encuadrable en un género concreto. Apenas ha vuelto a cultivar la novela y el relato corto, y según dicen sus cercanos esas dos primeras publicaciones apenas las reconoce y hasta diríase que reniega de ellas. Sin embargo para mí son sus dos obras más importantes, las que más me gustaron en su día. Aunque ignoro lo que pensaría de ellas de intentar releerlas hoy. Por si acaso no lo haré.
Resulta curioso, pero los libros que nos conquistaron a temprana edad es raro que hoy día nos vuelvan a entusiasmar, o al menos que nos seduzcan con la intensidad con que antaño lo hicieron. Pienso en algunos de los autores que frecuenté durante mi recóndita adolescencia y no me explico cómo me pudieron gustar, y aunque no me avergüence de su lectura, hoy sería incapaz de volver a leer siquiera un fragmento de ellos. Sin bucear demasiado en ese pasado de hace unas décadas recuerdo las novelas de Mercedes Salisachs, una escritora barcelonesa cuya prosa me arrebató entonces y que hoy aborrezco. ¿Cómo es posible que me fascinara entonces una escritora con un estilo tan pobre y unas tramas tan previsibles? Me imagino que en esa época es lo que más a mano encontré, que no había mucho donde elegir ni dinero para comprar libros, porque si no, no se entiende.
Pero lo peor no es eso. Escritores buenos, o muy buenos, y ampliamente reconocidos, me han decepcionado años después cuando he intentado revisitarlos, que se dice ahora. Es el caso de Juan Marsé -cuyas últimas obras me parecen pesadísimas-, Francisco Umbral -de quien me queda el buen recuerdo de cuatro o cinco obras suyas memorables-, y hasta del mismo Delibes, que fue y sigue siendo mi modelo de escritor, un tipo de narrador a tiempo parcial -como soy yo mismo- pero capaz de construir una obra memorable con tan solo un par de horas al día de escritura. Del
Steinbeck de Valladolid, como lo definiera alguna vez su discípulo Manu Leguineche, he releído últimamente Cinco horas con Mario y La hoja roja, y ninguna de las dos fueron capaces de cautivarme como cuando las leí con dieciséis años. Me da cierto pudor hacerlo con Diario de un cazador, que para mí es su mejor libro, o al menos el que más me gusta. Y creo que, dado que a uno ya le quedan cada vez menos años de vida, y eso significa menos libros que leer, lo mejor es no tentar la suerte. Decía un octogenario Ángel González: Se me adelgaza el futuro. Pues eso.
Hay excepciones, sin embargo. Las travesuras de la niña mala, de Vargas Llosa, me gustó tanto como cuando la leí cinco años antes. Quizás no son suficientes esos años, tal vez una visión más diáfana necesitaría de un transcurso más acusado del tiempo. Porque La tía Julia y el escribidor, que me hechizó en su día -la leí en un ejemplar de bolsillo que encontré en plena calle navegando en un charco y desequé pacientemente durante unos días-, me pareció muy discreta hace un par de años, cuando abordé su relectura. Los diarios de Andrés Trapiello, ese mayestático Salón de pasos perdidos, los he releído dos veces, y siempre me parecen agudos, desternillantes y profundos, aunque necesito dejar pasar seis años de su anterior lectura para lanzarme a ellos. Pero tal vez el redescubrimiento más feliz fue la relectura hace un año de El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. Recuerdo que la leí por primera vez en segundo de Derecho y que aquella fue una primera lectura precipitada y azarosa, abonada por el hecho de que me lo prestó una compañera de clase que me exigió que se lo devolviera en un par de días porque ese fin de semana se lo tenía que dejar a su novio. Una lectura más sosegada y madura -por las canas que uno peina ahora, mayormente- me procuraron hace poco tiempo uno de los mejores regalos que puede ofrecer la literatura: la obra maestra de un maestro de la novela, y sobre todo, el mejor libro -a decir de su autor, lo que suscribo- de un escritor irrepetible.