El mejor oficio del mundo

Hay muy pocos que pueden presumir de haber vivido durante su existencia de lo que realmente les gustaba. Por lo general se vive de lo que se puede, a veces de un trabajo que se detesta y que muchos cambiarían por cualquier otro. Hay también mucha gente a la que su trabajo les gusta, aunque con total seguridad lo sustituirían por otro que les colmaría mucho más. También hay quien me puede decir: y hay quien no tiene trabajo, ni bueno ni malo ni peor. Esto es cierto, aunque ahí entraríamos en el género de la tragedia. Pero yo quiero hablar de esa pequeña minoría que da título a esta crónica y que también es el título del libro de memorias recientemente editado por el periodista y crítico musical Diego A. Manrique.
Reconozco que resulta muy complicado regalarme un libro. En algunos casos puede bordear el suicidio quien lo intenta. No es petulancia, pero tengo tantos libros, he leído tantos y, sobre todo, compro tantos libros que es difícil que alguien me haga llegar un volumen que no haya comprado o por el que no me haya interesado. En mi último cumpleaños mi mujer lo logró regalándome el libro de Manrique. Publicado en una editorial que yo hasta entonces desconocía -llamada Efe Eme, y que sigo sin conocer porque no he visto ningún otro libro de esa casa en las librerías-, la empresa no era complicada: ese libro del que apenas se habla, de una editorial ignota y que uno sería incapaz de comprar por, sobre todo, desconocer su propia existencia.
Diego Manrique puede decirse que es el decano de los críticos musicales de este país, colaborando en numerosas revistas de calado musical. Le avala más de medio siglo de oficio -ése del que él dice que es el mejor oficio del mundo-, aunque también se ha desenvuelto en el periodismo genérico, amén de su participación en numerosos programas de radio y televisión y publicado algunos libros, casi siempre de temática musical.
Yo la primera noticia que tuve de él fue con apenas trece años en aquél legendario programa de la 2, Popgrama, que seguíamos religiosamente mi hermano y yo. Allí aparecía formando parte de un cuarteto legendario que completaban Ángel Casas, Carlos Tena y Paco de la Fuente. Ahí uno descubrió el rithym & blues, el reggae, el punk y los nuevos ritmos procedentes de Inglaterra, eso que se dio en llamar la nueva ola. Era además un programa de un gran sentido del humor en el que el contraste lo ponían las payasadas de Carlos Tena -un ser absolutamente loco- y la seriedad de Manrique, que lo explicaba todo desde su pulcra pronunciación burgalesa. También recuerdo a Ángel Casas, el hombre de un enorme bigotón, que pronunciaba la r como los franceses y uno no sabía si la razón era un defecto del habla o porque se quería reír del personal.
A lo largo de este libro absolutamente recomendable desfilan cantantes y grupos españoles y extranjeros. Para todos ellos tiene Manrique alguna anécdota, casi siempre con un tono irónico y hasta sarcástico. Habla bien, entre otros, de Miguel Ríos y Sabina, pero defenestra todo el mundo alrededor de Operación Triunfo -que juzga pernicioso para el pop español-, y pone a caldo a gente como Paloma San Basilio o Serrat. De este último, lo más tibio que dice es: El mundo suponía que Serrat era afable y enrollado, pero no siempre. Tampoco se salva el Mariscal Romero, aquél pionero de Chapa Discos y de los primeros éxitos del rock duro, con Leño, Obús y Barón Rojo a la cabeza. Y hay una nostálgica condescendencia con juguetes rotos de nuestro pop como Antonio Vega o Enrique Urquijo.
Sin embargo, limitar el valor de este libro a lo anecdótico -teniendo como tiene mucho de esto- sería injusto. Hay en él un análisis trazado con agudo bisturí de la industria discográfica del último medio siglo, una industria complicada que muy pocos son conscientes de cómo funciona cuando escucha una canción de su cantante o grupo preferidos. Ahí está su verdadero valor, el haber sabido penetrar en ese cosmos inexpugnable que diferencia el éxito del fracaso y en el que los que triunfan suelen ser tremendamente desdichados y, en buena parte de las veces, acaban mal.