Carlos del Pozo

La vida en una página

Alguien debería prohibir los domingos por la tarde

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El título se lo he robado a Isabel Coixet, nuestro último Premio Nacional de Cinematografía, quien desde hace algunos meses dirige y presenta en Radio 3 un programa llamado así. Comienza a las cinco de la tarde de cada domingo, una hora muy taurina ahora que ya casi no hay corridas de toros, pero sobre todo una hora y un día en los que no hay ser racional sobre la tierra que no se haya aburrido de lo lindo.
La Coixet en ese programa esboza reflexiones, pone música muy personal -en ocasiones demasiado personal- y da voz a famosos y anónimos que ofrecen su testimonio particular acerca de los domingos por la tarde. Muy pocos son los que se confiesan felices en esas horas postreras del fin de semana.
Yo creo que el asunto de los domingos por la tarde constituye todo un género literario, pero su balance debe hacerse no sólo desde el punto de vista de cada persona, sino sobre todo desde la edad y las diferentes etapas vitales de los interesados. Yo recuerdo tantas épocas de mi vida como domingos por la tarde hay, pero también diferentes períodos de mi periplo vital en donde no hay memoria. Si sigo vivo es que los viví, ciertamente, pero hay años e intervalos de los que no conservo presencia alguna.
Sí recuerdo domingos de mi infancia en la vieja casa de la Calle Sagasta de mis abuelos, con la sobremesa de anís y tabaco negro y las historias que mi padre, mi tío y mi abuelo esbozaban mientras las mujeres de la casa recogían la cocina. A veces me mandaban a hacer la siesta, pero cuando lograba evitarla disfrutaba con aquellas historias que mis mayores relataban. En algún lugar confesé que ahí nació mi vocación de escritor.
También recuerdo algunos domingos de buen tiempo los paseos con mis padres y mi hermano por una gran explanada que iba paralela a la Avenida de Monforte de Lemos. Los hombres llevaban adosados a sus oídos transistores que narraban la jornada futbolística. El sol iba languideciendo en el horizonte, como la tarde. Como la tarde del domingo.
Ya en mi época universitaria me vienen a la cabeza tardes enteras en los cinestudios, filmotecas y cines de colegios mayores disfrutando a bajo precio de películas que aún recuerdo con el tiempo: Bergman, los Hermanos Marx, Saura, Buñuel o Scorsese me acompañan esos domingos solitarios. Lo peor de esos días acaecía cuando uno salía del cine. Era de noche y faltaba muy poco para el lunes.
Y ya en mi última juventud, cuando me emancipé y me fui a vivir solo a Mataró, también recuerdo poner el despertador a las dos menos cuarto de la tarde, darme una ducha con la que refrescar el trasiego del interminable sábado a la noche y salir con el tiempo justo al kiosco de la esquina para comprar el periódico. El periódico que, junto a una lata de sardinas, sería mi compañero el domingo por la tarde.

El domingo por la tarde no tiene nada de nocivo ni contraproducente. Solo pasa que es el inmediato prólogo del lunes. Y el lunes, ay, eso sí que son palabras mayores.