Moyano centenaria

Este año se cumplen cien años desde que se decidiera por el Ayuntamiento de Madrid la ubicación de una feria de libros fija. La mayor parte de las casetas iban a ser -y lo siguen siendo en la actualidad- destinadas a la venta de libros viejos y de ocasión o, como se decía entonces, de lance. Durante todos estos años ha sufrido varios cambios de ubicación, alguno de ellos, el último, que supuso su traslado al vecino Paseo de Recoletos, delante de la verja del Jardín Botánico. A partir de 2007 recupera su antiguo emplazamiento tras dos años de obras, siendo ahora la calle que la jalona íntegramente peatonal.
Y es que la Cuesta de Moyano, como todos la conocen, es en realidad una calle, la calle de Claudio Moyano, que debe su nombre a un político zamorano que impulsó la Ley de Instrucción Pública de 1855, la ley de educación más longeva de la historia de España, asunto que tiene un indudable mérito. La Cuesta comienza con una escultura dedicada al citado servidor público y acaba, ya casi a las puertas del Retiro, con la efigie en bronce de Pío Baroja, que antes había estado en el interior del parque madrileño.
Dice Arturo Pérez-Reverte que no hay lugar en el mundo donde gastarse poco dinero en libros como la Cuesta de Moyano. Nunca mejor definido. Cuando uno ha sido joven e indocumentado -y pobre, claro-, y uno lo fue en el Madrid de los años setenta y ochenta, Moyano era un paraíso donde encontrar libros usados por poco precio inalcanzables para nuestros bolsillos en las librerías al uso. Todavía no me alcanzaba para adquirir las últimas novedades bibliográficas, que atesoraban importantes descuentos, y había que conformarse con el género de lance y, como mucho, con el de bolsillo, en una época además en que el bolsillo no estaba tan desarrollado como hoy y la mayoría de esos libros -con las excepciones de Bruguera y Destinolibro- se desvencijaban con solo mirarlos.
Pero el mayor recuerdo que yo tengo de Moyano es el de cada año, allá por el otoño, cuando iba al Gobierno Militar a sellar mi cartilla de soldado con el fin de solicitar la correspondiente prórroga del servicio militar por estudios. Salía del metro de Atocha y miraba de reojo la Cuesta, aunque mis pasos se encaminaban hacia el Paseo de la Reina Cristina. Allí formábamos en el patio de entrada ante unos cabos chusqueros con cara de resabiados que tras unos minutos nos dejaban subir a oficinas a sellar nuestras cartillas. Así cada año. Lo malo es que cuando acabara la carrera tendría que hacer aquél servicio. Menos mal que lo esquivé.
Y después venía lo mejor. Un poco como la penitencia después del gran pecado: la visita a la Cuesta de Moyano. Ahí uno se liberaba de todo: de aquel patio con olor a lejía barata, de los cabos chusqueros y de aquellos enormes carteles que invitaban a la juventud a hacer la mili en el ejército del Aire, con su legendario slogan: ¡Salta con nosotros! Entonces era el turno de la literatura, la fantasía y la ficción, el único ejército que uno concebía como posible en esos momentos.