Carlos del Pozo

La vida en una página

El morrosko de Cestona

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Pronto se cumplirá el veinte aniversario de la muerte de José Manuel Ibar, más conocido por Urtain. Retirado del boxeo activo desde hacía dos décadas, contaba entonces apenas cincuenta y un años de edad, pero su biografía es un nutrido inventario de éxitos, escándalos, derrotas y decepciones. Un poco la metáfora de lo que es el boxeo, el mundo que lo hizo célebre y el que, a la postre, acabó cavando su tumba.
           Mi infancia fue la de los chiripitifláuticos, el doctor Miravitlles, Félix Rodríguez de la Fuente, y Urtain, claro. Recuerdo ver aquellos reportajes en blanco y negro de la tele con las hermanas de Urtain, mujeronas y fornidas ellas, ordeñando las vacas del caserío familiar –llamado así,
Urtain, y que daría nombre al afamado púgil-, y a su hermano el boxeador bebiendo la leche recién ordeñada de unos vasos gigantescos de plástico. Recuerdo a mi madre decirnos a mi hermano y a mí que teníamos que beber mucha leche porque tenía mucho calcio y nos ayudaría a crecer y a ser como Urtain. Y a mi hermano Javi, escuálido, cogerse el antebrazo y hacer la bola, y decir: Ya me podéis llamar Urtain.
           Nuestro hombre fue campeón de Europa en dos ocasiones, pero su carrera pugilística apenas duró cuatro años. Antes había sido cortador de troncos –aizkolari en la lengua de Arzallus-, arrastrador de pedruscos con bueyes y levantador de piedras. Dado que ninguna de esas especialidades requería de demasiado ingenio, no supo administrar su éxito con inteligencia, y tras retirarse del boxeo se dio a lamentables ocupaciones, entre ellas la de luchador de pressing-catch, mundillo en el que sería conocido con el sobrenombre de
El tigre de Cestona y que favoreció su leyenda de juguete roto, ya cimentada previamente por una película de Summers titulada Tarzán, Rey de la Selva, y un libro en el que se denunciaba que toda la historia del púgil guipuzcoano había resultado un auténtico bluff. Su autor, el casi desconocido entonces José María García, contribuyó de ese modo a la historia de la literatura.
           Quienes entienden de boxeo aseguran que
el morrosko de Cestona no poseía una técnica depurada y que en su modo de luchar había fuerza bruta –eso sí, mucha- y poco más. También se le acusaba de haber sido utilizado por el régimen y de haberse dejado utilizar, como tantos otros personajes, para ocultar la contestación al mismo y tener calmada a la plebe. Yo me figuro que el interesado debía ser muy poco consciente de todo ello; me imagino que querría ganar combates y pasar a la posteridad, ganarse la vida a base de dar mamporros a quien se le pusiera delante igual que antes había cortado maderos o levantado piedras, y que para ello tuvo la mala suerte de meterse en un mundo turbulento y pantanoso del que muy pocos salen indemnes.
           En los últimos años de su vida vino a vivir al barrio. Los que le conocieron decían que era un gran tipo. Abrió un restaurante con su nombre y fracasó en la empresa, igual que en muchas otras industrias de variado pelaje que intentó. De vez en cuando aparecía por la tele y todo el mundo se sorprendía de lo gordo que estaba, aunque no recordaran que aquél tipo fue campeón de pesos pesados, no de los mini-plumas. Se casó un par de veces, y quienes le veían pasear por el barrio con las manos en los bolsillos siempre pensaban lo mismo: que si hubiera triunfado se habría ido a vivir a otro barrio.

           Un veintiuno de julio, el del olímpico año de 1992, harto de la vida se la quitó precipitándose al vacío desde el décimo piso de su casa de la calle de Fermín Caballero –ese día los obituarios de los periódicos rebautizarían a nuestra calle como la de Fernán Caballero-, frente a la Ciudad de los Periodistas. Desde entonces nadie se acuerda de él, y a los niños ya no se les pide que sean Urtain. Los padres prefieren que sean Fernando Alonso, que es un tipo escuchimizado y con muy malas pulgas, pero con mucho futuro.